Manuel Calvo Abad nació en la primavera de 1934 en Oviedo, a tiempo de convivir con la primera revolución de su vida. Luego vendría la resistencia al golpe fascista de 1936 y, mucho más tarde, el 15-M, donde ya había adquirido la corpulencia y madurez necesaria para significarse con la gente luchadora y amante de todas las artes de la vida. El suyo, su arte, le viene de lejos, de cuando quería aprender a tocar el violín y acabó marcado por la cruda realidad: presenciar la trepanación de un burro para aprender veterinaria.
Leyendo sus notas biográficas, da la impresión de que gracias a las visiones de aquel pollino mártir se libró por un lado de ser un Ernesto Cardenal en cualquier parroquia norteña y, por otro, animose a retomar su valía artística. Desde entonces, su labor plástica ha sido incesante y prolija y, me atrevería a afirmar, que toda su vida ha hecho lo que le ha salido del alma. Libre, por supuesto.
Como toda la gente que ama a sus criaturas sin mayores límites ni fronteras, tiene sus obras diseminadas por el mundo, desde el Museo Reina Sofía de Madrid (que ya le vale al nombre), hasta en el Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de Brasil, donde residió dos años en plena represión bajo la dictadura de Castelo Branco.
Manuel Calvo es un salmón que no se casa con nadie y desova donde mejor le parece, a contracorriente. Por eso es de agradecer que este año, en el que si la autoridad y el capital no lo impiden expondrá en ARCO, haya querido confeccionar el cartel del XII homenaje a las víctimas del franquismo en Madrid, al que hemos quedado en llamarle "Hombrín de hombrines".
Desde el colectivo de familiares de las víctimas, Memoria y Libertad, no solo debemos agradecerle su compromiso y generosidad, sino que apostamos por él, por su obra y por la literatura fina que nos dejó otro condenado a ser fusilado por la dictadura franquista, Manuel de la Escalera, cuyos derechos de edición ostenta como tocayo y gran amigo.
Gracias eternas, Manolo.